jueves, 28 de julio de 2011

De cómo le doy al pesimismo preventivo (el peor viaje a Berlín posible)

             Eder García Ortega: "Si al final todo sale bien."

¿Os suena el típico capullo de clase que salía de los exámenes diciendo  que qué mal y luego sacaba como poco 9? ¿El típico brasas que siempre está preocupándose por lo que viene en vez de ocupándose de lo que tiene? ¿El gafe, el cagao, el pesimista? Pues ese soy yo. Y por lo general soy así por una única razón: no llevarme desilusiones. Soy un poco pesimista –aunque también es cierto que muchas veces caigo en el autoengaño- casi todas las mañanas de mi día a día. No me levanto pensando “Hoy va a ser un gran día”, sino que me digo “A ver si no me diagnostican cáncer”. Y por ahora de puta madre con eso. Pero claro, me enfrento a un viaje de 26 días en el extranjero y mis padres están teniendo que soportar mi imaginación apocalíptica. Por eso, para no seguir empeorando el ambiente familiar y mantener medianamente estable mi salud mental, voy a tratar de trasladar esa catarata de pensamientos negativos a este blog. Y lo haré proyectando el peor viaje a Berlín posible.
                Para empezar, un par de clásicos. El avión será una chatarra inmunda que difícilmente pueda mantenerse en el aire. La pedorreta provocada por sus motores sólo será superada por los roncopedos de la anciana narcolépsica que se siente a mi lado. A la tía le tocará la ventana, cómo no, pero preferirá analizar –entre cabezadas- mi cutis y darme consejos de afeitado a mirar el puto cielo. Probablemente estaremos rodeados de islámicos de aspecto sospechoso, todos cargados con cajas de cartón –claramente paquetes bomba- que me obligarán a mantener un ojo puesto en cada uno de sus turbantes. Y además seguro que desde el primer momento me apetecerá ir al baño, y yo a no sé qué distancia del suelo y con turbulencias NO VOY AL INODORO. Al llegar, otro clásico, mi maleta pasará a mejor vida –la adoptará uno de los islamistas, que vestirá a sus niños con mis camisetas como si fueran chilabas-.
Que conste que no soy racista, por mi tono de piel probablemente las autoridades alemanas me confundirán con uno de los mil posibles terroristas del vuelo. Además, sin maleta ni nada seguro que resultaré sospechoso y terminarán arrestándome. Pero no hay mal que por bien no venga, me llevarán en coche policial al barrio de chabolas donde me tocará vivir –por cierto, el Goethe Institut no me ha dado información de dónde viviré en realidad-. Quizá lo pase mal con los interrogatorios o el tacto rectal previos, pero al menos me ahorraré unos leuros en transporte. Ya en la casa, la familia me enseñará el barreño donde me tocará asearme y la hamaca que me corresponda. “Si necesitas algo, estaremos en la cocina”. La cocina estará a unos 4 kilómetros campo a través, en la tercera planta de su mansión.
Tras un sueñecito, acompañado por mosquitos y en medio de una boda gitana improvisada, descubriré que el medio de transporte más a mano para ir al centro (a unos 50 minutos en tren de mi humilde morada) será la burra de Herr Franziskaner, mi nuevo vecino. Sin cobertura ni enchufes (ya ni hablar de wifi), estaré incomunicado, porque las posibilidades de llegar al instituto montado en burra, teniendo en cuenta que lo más cerca que he estado de un caballo ha sido viendo Toy Story 2, serán nulas. Y claro, sube en la burra después de lo del día anterior, sin sillín ni nada, y dile en alemán que pal Goethe Institut. Es que no sólo será burra, también analfabeta. Pero claro, la tía al notar un peso se pondrá a correr como loca, e iniciaré un trayecto interminable por praderas, durante el cual nos alimentaremos de alfalfa, manjar que pronto valoraré como delicioso. Y la burra será mi única amiga. Y se llamará Platera. E inventaremos versos juanramonianos, y jugaremos al pilla pilla, y todo será precioso entre nosotros. Hasta que lleguen los sicarios de Franziskaner y se la lleven no sin antes darme una buena tunda tras la que me desmayaré.
A poco que me despierte iré a Alexanderplatz –ya, estaba fuera de la civilización y todo eso pero es MÍ peor viaje a Berlín posible- y ahí miraré el mítico reloj. En América aún será día 26 de julio, pero en Alemania ya estaremos a 27. En ese momento todas las horas del mundo pasarán a ser la alemana. Me sorprenderé, pero decidiré no darle mayor importancia hasta encontrar la forma de volver a casa –porque el final de mi viaje es el 26 y habré perdido el vuelo-. Llegaré al Goethe Institut de alguna forma penosa que ahora mismo no se me ocurre, y por supuesto me dirán que no me pueden devolver el dinero, ni darme un diplomilla aunque sea. Una chapita y un folleto es lo que me darán, sí. Y un adiós.
Desesperado, iré al aeropuerto más cercano. Con los pocos cuartos que me queden llamaré a casa. El teléfono lo cogerá mi madre, que llorará porque ya me daban por muerto pero lamentará haber gastado todo su dinero en la búsqueda internacional y en casas de apuestas. Sobre todo en casas de apuestas. Iré con mis 3,20 a Burger King pero para mi desgracia el menú ahorro habrá desaparecido. Todo lo que se podrá tomar serán Bratwurst. Y mientras esté pidiendo el letrero cambiará por Hamburger König. Al salir, veré tropas vestidas de negro desfilar. Y me meterán en un avión. De gratis. E irá a Zaragoza. Saragossa para los amigos.
El problema llegará en casa. Cuando mi madre me reciba hablándome en alemán. Y mi padre. Y me conecte a Tuenti y esté en alemán. Y ponga la tele y Mathias Wiese dé las Nachrichten con un perfecto acento muniqués. Y entonces me culpe más por haber dejado de lado un año entero el alemán.

PD: sí, sé que el final es regulerdo. Pero son las 3 de la mañana y no me daba para más.
PD2: lo de que mi novia me deje, me despidan del trabajo y me echen de la carrera, pierda todos mis amigos, me cambien la contraseña de tuenti y finalmente me diagnostiquen cáncer se da por descontado.
PD3: Si lo habéis leído entero, gracias, buen esfuerzo!







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